¿A quién no le irrita tener que leer a los clásicos? A mí mucho.
Si bien la lectura de algunos autores como Shakespeare, Poe o Wilde me resulta muy placentera, –aunque no tan extremadamente placentera como cuarenta millones de mujeres aseguran que es “50 sombras de Grey” – las horas que dedico a los clásicos dejan mi mente en un estado entre la pereza y el sopor, la incomprensión y la irascibilidad.
¡Pues no los leas!, dirán los más agudos. Pero en esta vida, si eres escritor, es inconcebible que no te hayas empapado de, si no todos los clásicos universales existentes, la gran mayoría de ellos. Y no solo debes ser capaz de recordar pasajes enteros, sino que estás obligado a mostrar a tus congéneres que son de tu agrado. ¿Por qué? Porque ningún círculo literario considera aceptable eso de «lo siento señores, probé a leerme el Quijote, lo intenté de verás, pero me resultó un auténtico peñazo». Si te atreves a pronunciar esas palabras en público, considérate muerto, literaria y metafóricamente hablando.
Como nota diré, para mi defensa, que ni siquiera los relatos cortos de Cervantes El licenciado Vidriera y Rinconete y Cortadillo –y esos confieso haberlos leído durante mi juventud– son de mi gusto.
No me ha ido mucho mejor con el último volumen que pasó por mis manos, hace escasamente un mes. Sentido y sensibilidad, de Jane Austen, es un fiel e irónico retrato de la sociedad burguesa británica durante la época de la regencia que logró sumirme en el más profundo de los aletargamientos. La interminables y repetitivas reuniones, paseos por la campiña y partidas de cartas, junto con las candorosas jóvenes a la caza de maridos y los caballeros valorados por sus rentas anuales, hicieron que atravesara la lectura como quien pasa por el proceso viral de la gripe: con paciencia, tesón y tomando el libro a sorbitos, como si de un jarabe amargo se tratara.
¡Pero ya no más!
He descubierto el antídoto a mi alergia a los clásicos. Y lo hallé en mi librería habitual, cuando iba a hacerme con un ejemplar de Orgullo y Prejuicio, el siguiente de mi lista. Allí estaba, junto a él, lomo con lomo: Orgullo y Prejuicio y Zombis de Jane Austen y Seth Grahame-Smith. La fórmula del estadounidense Grahame-Smith es perfecta para resucitar la pasión de cualquiera por los clásicos: sumar texto propio al original, reformándolo. El resultado es un libro arriesgado pero interesante, inusual y entretenido donde las insulsas damitas de Austen muestran sus aptitudes tanto en el baile como en las artes mortales y el manejo de armas y, tras sus soporíferas reuniones para tomar el te, tienen que vérselas con una legión de innombrables que salen de sus tumbas.
¡Ojalá otros autores contemporáneos sigan su ejemplo y reformen más clásicos! Estaré a la espera. Mientras tanto, me leeré otra de sus creaciones: Abraham Lincoln, cazador de Vampiros. ¡Quien sabe, quizás también consiga que me apasione por la historia!